Dos días, una noche.

El abatido deambular por Lieja de Sandra, el personaje de Dos días, una noche de los hermanos Dardenne, hace que recordemos aquélla trascendente propuesta del patriarca André Bazin al respecto de la naturaleza del cine, para él, el arte que, superando un mero acercamiento a la vida en términos de representación, posibilitaba aprehenderla desde la más ontológica de las verdades. En sus siempre apasionados aunque en ocasiones farragosos textos, el alma de la Nouvelle Vague vino a proclamar que el Neorrealismo dio con la clave en este sentido cuando, más allá de la conicida preferencia por los ambientes, iluminación y actuaciones naturalistas, rechazó el recurso de construcción dramatúrgica tradicional consistente en que el desarrollo argumental de cada secuencia provenía de una razón declarada en la previa, conduciendo así a otra nueva hasta que la situación de arranque de la acción general terminaba por resolverse en un encadenado de causas y efectos. Leyendo las emocionadas páginas de Bazin dedicadas a la milagrosa Umberto D de De Sica observamos cómo ejemplifica estas ideas en los tiempos muertos del filme en los que no se contará nada pero donde la existencia transmigra en luz proyectada frente a nuestras narices, como ocurre al acompañar a la angustiada Sandra en un viaje en autobús o haciendo las camas de sus hijos.


Este Neorrealismo que cambió el cine para siempre y, por mucho que el implacable tiempo haya matizado, corregido, cuestionado o refrendado todas las certezas al él asociadas, nunca dejó de existir desde el final de la Segunda Guerra Mundial y, ciértamente, las sensibles obras de los Dardenne podrían con justicia considerarse las herederas últimas del mismo. En la destartalada Europa de la crisis, su filmografía ha enfatizado el compromiso social planteando una postura militante tan insobornable como honesta de la que es buen ejemplo Dos días, una noche, filme que vehicula un mensaje humanista indispensable. Sin embargo, lo que termina de convertir a ésta en una gran película viene del hecho, como en los demás magníficos títulos de los hermanos belgas, de adoptar un tono alejado de cualquier machacona retórica discursiva para concentrar la emotividad del suceso narrado en universales y genuínos sentimientos puramente humanos. Así, aparte de lanzar una cruda denuncia de las condiciones de vida infantiles dentro de las familias olvidadas por el estado del bienestar en momentos de vacas flacas, la preciosa El niño de la bicicleta nos llegaba al alma debido a su sentido carácter de crónica de la desgarradora búsqueda de un padre por parte de su hijo. Del mismo modo, Dos días, una noche, además de poner sobre la mesa las abusivas e inhumanas prácticas empresariales de nuevo cuño, termina por convertirse en memorable merced a la encarnizada lucha que lleva a cabo una mujer enferma por apuntalar su dignidad como ser humano.

Ya hemos dejado por aquí constancia de nuestra admiración hacia el arte interpretativo de Manion Cotillard de modo que no es cuestión de repetirse. En ambas orillas del Atlántico, se muestra deslumbrante en los papeles de glamouroso relumbrón y apabullante y generosa en sus caracterizaciones de método. Podría interpretar lo que quisiera cuando quisiera. Su registro en Dos días, una noche, sin un gramo de maquillaje y con unos vaqueros y una camiseta de tirantes rosa como únicos aliados, pulsará resortes distintos a los que le habíamos visto para, de nuevo, encaramarse a la condición de lo inolvidable. Es más que una colosal actriz y una gran estrella. Es, ya, la Cotillard.

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