De palomas y ramas.

Cuando se habla del insólito estilo de Roy Andersson siempre se habrá de aludir a cuestiones como la poética del absurdo, a su rigorismo formal, al distanciamiento que su concepción del dispositivo cinematográfico plantea, a su despiadada mirada hacia el ser humano...

Pero todo esto no termina por explicar la intensa y gozosa sensación de redescubrimiento del cine que conlleva la visión de películas como Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia...



...a estas alturas .

Símplemente fascinante.

Muerte entre las flores.

Aguas Tranquilas, película japonesa de co producción española (!), nos propone una historia de descubrimiento adolescente contemplada a través de un hondo sentir panteísta que termina por otorgar al filme una innegable trascendencia. La naturaleza como fuente eterna de vida, gozo y muerte, entendida de alguna manera desde lo sublime, esa vertiente estética que constuyeron los románticos en la que el paisaje es siniestro y desbordante foco de placer y terror al mismo tiempo. Árboles centenarios que son metáfora de la existencia, mar embrabecido que se erige en abrupto fin de la misma. Una película esta grave, hermosa y sugerente pero, a pesar de todo, irregular e imperfecta que, no obstante, alcanzará en una de sus secuencias un nivel de emoción inaudito. En ella, asistimos a un deceso entendido a modo de tránsito tan inevitable como natural, de manera que los vivos, lejos de todo dolor y desgarro, facilitan el trance aportando luz y belleza. Así, mientras el personaje muere, un grupo de ancianos canta canciones antiguas con la particular cadencia modal de la música japonesa. Y el cine, como un cuadro de El Greco, vuelve a constituirse como extraño soporte de lo metafísico.


Viendo esta prodigiosa escena, no podía dejar de recordar el comienzo de Tierra, la obra de arte panteísta de Dovjenko con esa otra mirada serena a la muerte y comparar el modo en que, frente a estos ejemplos orientales, el cine occidental ha afrontado el tema, generalmente como motivo de angustia, reflejo evidente de dos tradiciones culturales distintas, estando la nuestra condicionada por el pensamiento filosófico y, obvio es, la religión cristiana. Pienso, claro, en Bergman y en la constante presencia de la Parca en su cine, posibilitándose asi la profunda reflexión existencialista habitual en el sueco y cuya mejor cristalización visual podría ser el terrible momento del suicidio de Elsa Bergius devorada por las llamas en Fanny y Alexander, incluso por encima de la muerte negra, irónica y masculina que juega al ajedrez con Anton Block. Igualmente y dentro del ámbito meridional, tenemos otra vez que hablar del milagro cinematográfico que Dreyer obró con La palabra. Aquí, la muerte  habrá necesariamente de ser para que de ella nazca su opuesto, la vida, en este caso incuestionable muestra de la Divina Providencia. Y desplazándonos a un sur recalcitrantemente católico abarrotado de imaginerías contrarreformistas que harán de la muerte un espectáculo de hipnótica e inefable atracción, aparece la gracias a Dios atea y radical mirada de Buñuel, para el que la muerte, putrefacta y biológica, es una de las vías privilegiadas para alcanzar lo merveilleux, como quiso su jefe de filas Breton... pero eso ya, es otra historia.