Cuando Borgman llame a tu puerta.

Borgman, rara, extrema y absolutamente inclasificable, se ha comparado en su desconcertante extrañeza con el cine de Haneke y Tarkovsky. Algo de ello hay, desde luego, aunque el holandés Alex Van Varmerdan consigue ser decidida y radicalmente original.


De esta forma, la película se conforma como un artefacto dramatúrgico que en ningún momento renuncia al deseo de articular una historia y, como tal, la mecánica narrativa usada para hilvanar los acontecimientos es de un evidente rigor en la progresión. Sin embargo, las relaciones causales que deberían seguir esos hechos serán sistematicamente escondidas, cuando no abiertamente ignoradas, de manera que nunca terminaremos de entender un ardite de lo que, en el fondo, se nos cuenta. A pesar de ello, el filme consigue establecer su propia y endiablada lógica argumental, tan implacablemente bien construída que nunca seremos capaces de desentendernos de lo que pasa en una pantalla en la que reconocemos hechos, personajes, situaciones, convenciones, lugares, objetos y relaciones propios de nuestro mundo y experiencia cotidiana pero que, en su conjunto y efecto perceptivo, terminan por ocupar otra esfera, otra dimensión en la que la razón nada pudiera llegar a asimilar. Se trata Borgman, por tanto, de una purísima película surrealista, tan eficaz en su efecto de extrañamiento como un cuadro de Magritte, en donde la solidez visual de lo habitual es trastocada mediante incongruentes y desazonadores elementos que nunca debieron estar ahí... y todo ello sin recurrir a tan eternos como expeditivos cortes a navaja de globos oculares, dentro de un cartesianismo, otrogonalidad y pureza visual del todo neoplasticista y una contención emotiva definitivamente norteña. Borgman es una película-experiencia multiforme, riquísima, estimulante y abierta a cientos de interpretaciones... o a ninguna. Una obra como no hay dos.