La mirada de Salgado

Todos los filos de nuestra oscura, violenta y desquiciada época se adivinan en una fotografía de Sebastiao Salgado. Las ya eternas imágenes del brasileño, terribles, esperanzadas, testimoniales, inquisitorias... atesoran una dolorosa e incontestable belleza, cualidad que tanto molestó a Sontag, cifrada en esas características composiciones cósmicas donde el drama, gran angular mediante, queda inserto en un paisaje grandioso, casi metafísico, que parece aplastar al ser humano en su doliente y angustiada presencia. Su blanco y negro ritmado por una infinita gama de grises y la profundidad de campo, hacen de Salgado un Ansel Adams comprometido y humanista ya imprescindible.


Wim Wenders ha dedicado al fotógrafo La sal de la tierra donde, al igual que en el caso de las magistrales últimas realizaciones de su compatriota y colega en aquélla ya lejana hornada de renovadores del cine alemán Werner Herzog, supone otro jalón en la revitalización que ambos están imprimiendo al siempre gozoso género documental. Un Wenders admirado intercala sus comentarios con los del codirector Juliano Ribeiro, hijo de Salgado y la narración del propio protagonista, construyendo una obra que es muchas cosas; una indagación biográfica y creativa, un sentido homenaje a un artista único, el apunte de la búsqueda de un hijo hacia su padre y, por encima de todo, una película magistral.

Aunque Wenders y Salgado Jr se manifiestan en algunas ocasiones como parte activa del relato del filme, sin embargo, toda su absorbente fuerza procede del análisis y la explicación que lleva a cabo Salgado ante sus fotografías, empleando calma y certeramente palabras que materializan la desesperanzada y lúcida visión de un mundo profundamente injusto e imperfecto por parte de alguien que ha visto demasiado. Así, en un hechizante ejercicio de cine estático reducido al relato oral y la imagen fija, el talento de Wenders sabe dar con hallazgos tan felices como los momentos en los que el rostro pétreo de Salgado parece tallarse desde la textura relivaria de sus fotografías.

Después del baño.

Cada vez que me enfrento a Sorolla ocurre lo mismo. Comienzo con una sonrisita condescendiente al reparar en que sus marinas coinciden en el tiempo con la brutal ruptura cubista y, al final, vuelvo a constatar que se trata, sin más, de uno de los mejores pintores del siglo XIX gracias a su portentosa técnica y su inquebrantable sinceridad estética. Sorolla, en fin, me desarma.

La modélica muestra de la Fundación Mapfre Sorolla y Estados Unidos nos recuerda el incuestionable prestigio y la rotunda fama de la que disfrutó en su tiempo allende las fronteras nacionales, confirmando que entrado el siglo XX hay vida más allá de la atormentada y asocial búsqueda del creador encaramado en el todavía hoy activo mito del artista romántico. La exposición se articula a modo de antológica al haber seleccionado de entre la gigantesca producción del valenciano un nutrido grupo de obras de procedencia americana representativas de la desprejuicidada adscripción de Sorolla a todo tipo de géneros. De esta manera, tras el gran formato dedicado al compromiso realista y al intento de cristalización de lo popular propio de la pintura local del momento, quizá lo que peor ha envejecido, un grupo de magistrales retratos conduce a sus inolvidables paisajes en los que, lejos de las obligaciones contractuales, parece en ocasiones rozar a Cézanne. Junto a todo ello, no pueden faltar los paseos de Clotilde y sus hijas por las playas norteñas y las visiones populares de las levantinas, en las que el sol refulgente convierte en esmalte las pieles de los niños.

Ciertamente, Sorolla, sin dejarse llevar por el marasmo revolucionario que está arrancando a la disciplina pictórica de la tiranía de lo mimético, sigue aferrado a la representación. Decorativo, hedonista y sensorial, todavía cree que los cuadros pueden plasmar una suerte de verdad perceptiva de manera que hasta el final de su carrera pinta lo que ve y no lo que imagina. No obstante, la ya indeleble lección de Manet y los impresionistas ha deshecho los contornos y valorado las amplias superficies cromáticas independientes como constructoras de las formas aunque, estimo, entender a modo de apéndice o resultado del impresionismo a Sorolla es reduccionista y equivocado. Pensemos en cómo Velázquez o Goya plantean una técnica fundamentada en los efectos visuales resultantes de la acumulación de manchas de color (y aquí hemos siempre de referirnos al hecho de que el estilo atrevido de Manet se encarrilará finalmente después de su admirado encuentro con el sevillano en el Prado). Esto junto a la celebérrima y felicísima experimentación con los muy físicos y muy tangibles efectos de la luz, nos sitúan a Sorolla como un pintor excepcional, sin encasillamiento en corriente alguna, digno continuador de la escuela española.

Así, como Van Gogh en Arles, la chisporroteante luminosidad de Levante otorga a Sorolla el sentido de su búsqueda artística, legándonos esos lienzos prodigiosos frente a los que hemos de colocar la mano a modo de visera, como hacen sus modelos, tal es la radiante claridad que emana de ellos, abarrotados de ternura hacia el mundo infantil o familiar (qué infinita complicidad desprenden los retratos de su Clotilde). Al final de la última sala de la muestra, un milagro titulado Después del baño, propiedad de la Hispanic Society de Nueva York. La piel mojada de la joven ciñe a su cuerpo el vestido, de modo que el idealizado modelo clásico, en un golpe de genio sensualizante sólo al alcance de Sorolla, se torna palpable verdad.

Después del baño. 1908. Joaquín Sorolla. Hispanic Society of America.