Después del baño.

Cada vez que me enfrento a Sorolla ocurre lo mismo. Comienzo con una sonrisita condescendiente al reparar en que sus marinas coinciden en el tiempo con la brutal ruptura cubista y, al final, vuelvo a constatar que se trata, sin más, de uno de los mejores pintores del siglo XIX gracias a su portentosa técnica y su inquebrantable sinceridad estética. Sorolla, en fin, me desarma.

La modélica muestra de la Fundación Mapfre Sorolla y Estados Unidos nos recuerda el incuestionable prestigio y la rotunda fama de la que disfrutó en su tiempo allende las fronteras nacionales, confirmando que entrado el siglo XX hay vida más allá de la atormentada y asocial búsqueda del creador encaramado en el todavía hoy activo mito del artista romántico. La exposición se articula a modo de antológica al haber seleccionado de entre la gigantesca producción del valenciano un nutrido grupo de obras de procedencia americana representativas de la desprejuicidada adscripción de Sorolla a todo tipo de géneros. De esta manera, tras el gran formato dedicado al compromiso realista y al intento de cristalización de lo popular propio de la pintura local del momento, quizá lo que peor ha envejecido, un grupo de magistrales retratos conduce a sus inolvidables paisajes en los que, lejos de las obligaciones contractuales, parece en ocasiones rozar a Cézanne. Junto a todo ello, no pueden faltar los paseos de Clotilde y sus hijas por las playas norteñas y las visiones populares de las levantinas, en las que el sol refulgente convierte en esmalte las pieles de los niños.

Ciertamente, Sorolla, sin dejarse llevar por el marasmo revolucionario que está arrancando a la disciplina pictórica de la tiranía de lo mimético, sigue aferrado a la representación. Decorativo, hedonista y sensorial, todavía cree que los cuadros pueden plasmar una suerte de verdad perceptiva de manera que hasta el final de su carrera pinta lo que ve y no lo que imagina. No obstante, la ya indeleble lección de Manet y los impresionistas ha deshecho los contornos y valorado las amplias superficies cromáticas independientes como constructoras de las formas aunque, estimo, entender a modo de apéndice o resultado del impresionismo a Sorolla es reduccionista y equivocado. Pensemos en cómo Velázquez o Goya plantean una técnica fundamentada en los efectos visuales resultantes de la acumulación de manchas de color (y aquí hemos siempre de referirnos al hecho de que el estilo atrevido de Manet se encarrilará finalmente después de su admirado encuentro con el sevillano en el Prado). Esto junto a la celebérrima y felicísima experimentación con los muy físicos y muy tangibles efectos de la luz, nos sitúan a Sorolla como un pintor excepcional, sin encasillamiento en corriente alguna, digno continuador de la escuela española.

Así, como Van Gogh en Arles, la chisporroteante luminosidad de Levante otorga a Sorolla el sentido de su búsqueda artística, legándonos esos lienzos prodigiosos frente a los que hemos de colocar la mano a modo de visera, como hacen sus modelos, tal es la radiante claridad que emana de ellos, abarrotados de ternura hacia el mundo infantil o familiar (qué infinita complicidad desprenden los retratos de su Clotilde). Al final de la última sala de la muestra, un milagro titulado Después del baño, propiedad de la Hispanic Society de Nueva York. La piel mojada de la joven ciñe a su cuerpo el vestido, de modo que el idealizado modelo clásico, en un golpe de genio sensualizante sólo al alcance de Sorolla, se torna palpable verdad.

Después del baño. 1908. Joaquín Sorolla. Hispanic Society of America.

2 comentarios:

Amparo dijo...

"Inquebrantable sinceridad estética": qué buen encuadre. Brillante entrada.
Nos identificamos con tus palabras, exactamente sentimos lo que cuentas frente a Sorolla.
Nos quema el sol de Levante, vamos.
Un saludo

Anaís dijo...

Es verdad: Sorolla y su tratamiento del blanco, la luz y el agua. Magnífico estudio, Pablo. Abrazos para ti y Amparo.