En el Museo Thyssen tenemos ahora una de esas exposiciones absolutamente fundamentales, dedicada en este caso a Cézanne. La muestra, con la justificación argumental de la vinculación entre obra y entorno y una cuidadísima selección del comisario Guillermo Solana, el señor que más sabe de pintura postimpresionista en este país, supone una privilegiada oportunidad para empaparse un poco con la grandeza artística de este coloso.
Así, entre la tenue iluminación del pequeño conjunto de
salas color salmón, nos perderemos paseando con Don Pablo por los bosques de
Aix-en-Provence, transitando gozosamente por las sendas que desbrozaron sus preclaras ideas sobre el fin último de la
pintura como medio para llegar a aprehender la condición última de lo que
constituye la realidad, cuando la fotografía se había ya instalado definitivamente
como recurso para reproducir la misma sustituyendo además una caduca tradición
que, por otro lado, había que esforzarse por desmantelar. Arte pictórico como
vía de reducción a la esencia, usando para ello lo que supone la base misma de
la disciplina; el color. Un color que ya no se somete a la esclava misión de
representar una superficie de manera eficazmente ilusoria sino que se erige por
derecho propio como fundamento de la expresividad, un color que se muestra
explícitamente puro y sin degradados claroscuristas, que ya no se entretiene
con el juego atmosférico que generan las luces y las sombras, un color, por
último, desde el que se va construyendo la figura aplicado en pinceladas tan
apretadas y precisas que parecieran sillares de un muro románico.
De esta manera, las vistas de la montaña de Santa Victoria, los
retratos de la señora del artista, los
jugadores de cartas, las rotundas bañistas y las frutas de los bodegones, esas frutas de Cézanne sin
las cuales todo sería muy distinto, finalmente, se cosifican solidificadas,
reducida la naturaleza a la yuxtaposición de unas eternas formas geométricas
que encajan las unas sobre, entre y desde las otras en un puzzle plano que es
radiografía del mundo y que transforma el lienzo, en un desafío sin parangón en
la historia del arte occidental, en una superficie donde las cosas se pueden exponer
en todas sus dimensiones existentes. Cézanne, por lo tanto, llegará a una de esas
conclusiones que cimentaron la modernidad, como es que la tradicional perspectiva
monofocal es un estorbo en su dictadora reducción al único punto de vista de
cara a convertir los cuadros en “ventanas abiertas al mundo” como querían los ideólogos del Renacimiento. De ahí los platos de manzanas recortados
sobre mesas de ¿incogruentes? disposiciones
espaciales y, con ello, el radical desafío que Cézanne arrojó a la cara de su
época, equiparable en potencia a la fe que siempre profesó en su opción
pictórica… en su “manera de ver las cosas”. A los cubistas ya solo les faltaba apretar un poco la tuerca para terminar por romper amarras con el pasado y de
ahí, en vuelo directo sin escalas, inventar la modernidad.
Acercarse al Thyssen estos días es un claro recordatorio de
que siempre alguien ha de ser el primero.
Paul Cézanne.
Mont Sainte Victoire. c 1904. Cleveland Museum of Art.
Mont Sainte Victoire. c 1904. Cleveland Museum of Art.
Donde todo comienza.
1 comentario:
Vale! Me dijeron que la exposición se quedaba un poco escasa, pero a ver si puedo ir. La última vez que estuve fue con Pisarro y me sorprendió. Ahora que la primavera acecha es difícil encerrarse con ella en un museo. Un abrazo
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